Las apariencias incomprensibles de una felicidad
Quisiera compartir con el lector una reflexión muy breve sobre el “delirio” del hombre moderno y el contexto geográfico donde mayoritariamente corrompe su naturaleza. Dado entre las masas, desde un ángulo ontológico, entendiendo este término, en tanto y en cuanto el hombre participa de la categoría, ante todo, de la del ser, y posteriormente de la de animal, y racional. He aquí la pérdida de memoria en donde el hombre se ha ido desvencijando a través de las más inhóspitas actividades mercantilistas, hundiéndose en los vicios de las vanidades, degenerando su propia paz, y olvidándose de su primera y principal actividad, que es la de vivir una existencia en donde la finitud de ésta no lo subordine a una conciencia azarosa que rompa con su natural filosofía.
¿Y qué es la filosofía?... una pregunta que podría abarcar una biblioteca alejandrina de respuestas. No obstante esta búsqueda de sabiduría, necesariamente nunca debe tener un límite ni cuantitativo, ni cualitativo, ya que tendemos a la sabiduría con la idea justamente de ser sabios. No obstante el sabio como figura paradigmática y modelo no existe como tal, en efecto, alguien, siendo sabio no ha de necesitar de la filosofía, pues siendo de tal naturaleza ya habrá conseguido todo lo bueno y lo bello, en tanto que el ignorante tampoco ha de necesitar de la filosofía, pues siendo de tal naturaleza cree saber y conocer todas las cosas por si mismo. Por este motivo es que tendemos a la sabiduría sin alcanzarla jamás, pero necesariamente debemos encaminarnos por esta senda para nuestra salvación existencial. (Sepan disculpar mi platonismo).
Ahora bien, más allá del concepto de “lo estético” que cada uno tenga formado, he de referirme a estético a ese impacto positivo que nos producen aquellos elementos en sus diversos artes, y que en un todo guardan armonía, plasmando sobre nosotros un sentimiento de belleza. A partir de esto es necesario que desde algún punto de vista, aunque ínfimo sea, logremos conectar esas sensaciones con la realidad que nos rodea día a día, de modo que podamos poseer una óptica más humana de esto que construimos como realidad. Y no necesariamente tenemos que rebasar nuestra razón con términos abstractos o demasiado técnicos. La filosofía debe transgredir a la etimología de la misma, y nos sirve, y debe servirnos, a la búsqueda del bien y mejoramiento común del hombre, de lo contrario, la filosofía podría caer en la cretinada absolutista del saber netamente enciclopédico. En este caso, hemos de reflexionar brevemente sobre la relación del comportamiento del hombre y su hábitat moderno.
Por esto, advierto al lector con esta humilde y breve reseña, de modo que pueda desmenuzar a lo que apunto, que el problema es del hombre y la ciudad como un par que se complementan a fuerza de anti-naturaleza. Porque en mi opinión el hombre, o la esencia del hombre no ha mutado demasiado. Y es que desde que el hombre es hombre, simplemente ha ido metamorfoseándose a través de sus propias herramientas, impulsado por el condimento intrínseco que lo caracteriza, el egoísmo. Mi intención no es entrar en el debate sobre este elemento, pues creo en el egoísmo del ser humano como producto de la vida mercantilista a la cual se ha sometido erróneamente, desde que necesitó saciar, y más, sus necesidades naturales. Y qué ejemplo más palpable de esta relación antinatural, que el de la vida cotidiana en los núcleos infernales del cemento.
Quisiera plantear la inquietud para que cada uno reflexione, acerca del núcleo demencial ese, que inadvertidamente construimos, al cual todos visitamos, recorremos casi con naturaleza, y bondad obligada por la resignación: La ciudad. La city como reflejo y retroalimentación de nuestros propios sentidos, corrompidos en nuestra supervivencia que devienen en ambiciones irracionales, y que subordinan al Hombre como tal, y lo convierten en un producto de sus propios productos.
Si bien es cierto que los siglos XX y XXI se nos muestran como tiempos viles, tumultuosos, descartables, precoces, histéricos, aturdidores y voraces, tiempos en donde la norma parece ganar la libertad del individuo que se va cargando de vicios en todos los matices que uno quiera imaginar. La falta de conciencia sobre la culpabilidad de estar sometido por su propio concepto de vida moderna siempre ha degenerado la físis del ser humano. Sin embargo, esta vida agitada y bustrofédica a la cual nos sometemos, ¿es una innovación introducida solamente por las nuevas condiciones de vida? , ¿Esta desidia por la paz se generó a partir de los círculos de la producción infernal?
Permítaseme conectar la visión de esta vida contemporánea y trasladarla a unos 2000 años atrás para que el lector saque sus propias conclusiones. Pensemos en la Roma Imperial del siglo I d.C., y qué mejor intérprete del reflejo de aquellos tiempos que Décimo Junio Juvenal, que con sus sátiras plasmó lo que las películas Hollywoodense no nos han mostrado en sus productos sobre Roma. En este aspecto el filólogo Gilbert Highet no parece errado al señalar la “indignatio”(indignación) de Juvenal, sentimiento que podría suscitarse en cualquier individuo con toma de conciencia de la realidad, en la cual se siente sumergido por la locura que padece una sociedad participante de cualquier megalópolis. Y es que Juvenal nos asalta ese romanticismo que en general tenemos formado sobre aquel gran imperio y ciudad, en efecto no nos relata las hazañas bélicas, la grandeza y los mármoles de las grandes construcciones romanas, sino que satiriza con crudeza sobre las condiciones de vida de aquella capital del mundo, sobre la imposibilidad de ganarse la vida y disfrutarla; acerca de la honestidad, a la que la mayoría de la ciudadanía otorga la espalda, y que jamás es recompensada; sobre la carga del pobre dependiente que es despreciado y rechazado siempre, porque el dinero es la única manera en que las personas son juzgadas; la imposibilidad de obtener la paz por el tráfico, las multitudes, los desórdenes y crímenes. Características que pueden compartir, como mínimo denominador común, cualquiera de las babilonias del mundo actual. Basta solo pensar en las grandes capitales del globo. Multitudes agolpándose entre aceras y avenidas para llegar a los respectivos negocios, oficinas y hogares; el ensordecedor ruido proveniente de los automóviles y construcciones, resquebrajando la paz natural de cada uno; el congestionamiento que generan los mercados acorde al día establecido para la obtención de “felicidad”; las grandes ciudades también albergan y funcionan como hogares a la deriva para los sujetos marginados de la abundante locura; los peligros que implica circular a las elevadas horas de la madrugada; el malestar por los olores nauseabundos de las cloacas; ahora se suman las “cajitas sonoras” de comunicación, que abstraen al hombre aún más del contacto con sus pares; etc.
Así es, la vida megalopolitana se traslada desde aquellas épocas hasta nuestros días rompiendo y mutando no tanto el comportamiento del hombre, sino más bien el bagaje de lo que se sirve para desarrollar sus actividades. Y es que el ser humano simplemente ha desarrollado y ha “evolucionado” desde su texné, pero la historia parece repetirse. Basta solo detenerse en los abismos inacabados de las fricciones que nos provocan las ciudades en las que habitamos, y congelándonos en ese frenesí espeluznante, podríamos escuchar sollozar a nuestro corazón, como implorando ayuda a la razón y al sentido común. Es por esto que el ser humano debe servirse de las artes miméticas para otorgarse la identidad espiritual, que ha sometido a suicidio, como por ejemplo a través de la poesía:
“…Gocemos, caballeros, de la insensatez de esta vida,
ella da sabor a los crédulos de lo inmediato,
ella se regocija con las sonrisas de estos ciegos,
más yo no puedo aceptar la perífrasis de sus preceptos,
y aunque con desdén se vanaglorien,
enjuago mejillas en la insensatez de esta vida…
…Séanme favorables las puertas de la sensatez,
para que, abriéndolas, deje detrás la ira que ofusca,
alimentada por las llamas de las masas,
porque ésta descalabra el ánimo y pone en pugna
los sentimientos de la concordia, que fortalece a la paz.
…Una tempestad tan gélida se ha deslizado
que no me percaté de escudar mis sentimientos,
ellos se dejan adormecer por el reposo de su frio,
y su tiranía pretende calar hasta la razón,
ojalá no le llegué este hastío al corazón…”
En efecto, esta realidad tiránica y contemporánea de ciudad ahora se nos muestra entre conceptos más regulados y floreados, que hacen de la realidad una convención pseudo-feliz para unos pocos, y estrictamente miserable para muchos. Por este motivo es que naturalmente el hombre busca escaparse, aunque sea por un día, a lugares de campo, montañas, bosques y ríos, para saciar la sed animal que el mismo se ha generado con este estilo de vida mecánica.
La pregunta que debe hacerse este hombre tecno-globalizado, sirviéndose de la filosofía, ya sea para salvarse, o ya sea para que esta realidad no le pase inadvertida, es: ¿Estamos condenados a la autodestrucción y a la implosión capitaneada por la imparable locura postmoderna? ¿Cómo lograremos curar el “asma” que sufre el hombre en la inmediatez de esta superestructura? ¿Puede salvarse ese hombre, dibujado por Chaplin en “tiempos modernos”, bajo estas condiciones abrumadoras? Fácil sería si pudiéramos contar con una fórmula matemática que resolviese este caos en el que nos hemos imbuido, no obstante, necesario es, mantenernos atentos a nuestras propias amenazas, pues urge gestarnos en algo más que una vana repetición dialéctica Hegeliana, salir del eterno retorno histórico de lo mismo.