¿El fin de la anomia?
Terminada una semana histórica para la memoria de los argentinos, se abren importantes interrogantes. Es hora de empezar a analizar si los ciudadanos de nuestro país terminamos de cerrar etapas que efectivamente corrompen nuestra estructura social o si por el contrario, nos basta con el escarmiento prematuro de algunos poderosos, para luego olvidarnos de que la corrupción es un delito que los ciudadanos de nuestro país tenemos que combatir diariamente incluso, desde nuestro propio comportamiento.
No es la primera vez en nuestra historia que la sociedad harta de desigualdad social, corrupción e impunidad, sale a las calles a festejar el final de una etapa para luego, repetir los mismos errores que nos llevaron a las crisis que generaron la movilización inicial. Todavía resuena con dolor en la memoria colectiva el famoso: “que se vayan todos” del 2001, para que luego de ese año, la clase política se mantuviera intacta y sin modificación alguna salvo la eclosión del bipartidismo y la transferencia de dirigentes a nuevas organizaciones políticas pero de iguales prácticas a las que habían renunciado discursivamente cuando abandonaban sus viejas estructuras.
Es innegable que desde el punto de vista simbólico, el repentino accionar de la justicia desde la prisión de Ricardo Jaime, Lázaro Báez, la imputación de Julio De Vido, Cristina Fernández de Kirchner y el actual Presidente Mauricio Macri, empezamos a creer que aquel andamiaje que durante tantos años se mantuvo ajeno a juzgar los poderes de turno, empezó a funcionar como corresponde en cualquier República equilibrada. Claro está que todavía no es nuestro caso y que nos falta bastante para serlo, pero hubo avances: la clase política ya no duerme con tranquilidad.
Sin embargo, el proceso cultural y social que estamos viviendo, es consecuencia de algo más profundo que doce años de Kirchnerismo.
Hace casi treinta años, la clase política es incapaz de fijar políticas continuas de Estado y hace casi veintiocho, que vivimos en un estado de corrupción permanente donde los principales responsables, se refugian en acogedoras casas lejos de aquellos ciudadanos que los supieron votar y lejos del lugar que efectivamente les hubiera correspondido de mediar la sentencia correspondiente.
Este contexto generó un proceso de deslegitimación, que llevó a los argentinos a perder de vista aquel “núcleo” de principios “ético-jurídicos”[1] fundamentales para el desarrollo de nuestra vida en comunidad como así también aquellos criterios que nos permiten entender los fundamentos que justifican la existencia de normas jurídicas. Es por esta deslegitimación de las leyes, que comenzamos no sólo a aceptar con normalidad comportamientos delictivos por parte de la clase política, sino que también comenzó a desaparecer de nuestro conjunto de valores, la ética que debemos exigir como obligación ciudadana a quienes conducen los destinos de nuestro país.
Este problema, afectó de lleno nuestro comportamiento ciudadano y sumado al proceso de desinstitucionalización, terminamos de tirar por la borda cualquier creencia de que la justicia y la política, son capaces de resolver los problemas sociales que afectan diariamente la vida de las personas.
Desde esta perspectiva, los argentinos nos convertimos en individuos sociales en un permanente “estado objetivo de carencia de normas”[2] morales y jurídicas, afectando de esta manera nuestro pensamiento y nuestro comportamiento diario. Por eso nos da lo mismo estacionar en cualquier lugar aunque este prohibido, pasar un semáforo en rojo u otras acciones sin que recaiga sobre nosotros la correspondiente sanción por dicho comportamiento. Ejemplos como éste sobran y se profundizan en el mundo delictivo.
Ralf Dahrendorf sostuvo que la anomia se da “allí donde prevalece la impunidad y la efectividad de las normas está amenazada”. Este fenómeno, se convierte a largo plazo en una amenaza a nuestra misma estructura social y la única forma de rectificar esta realidad, es reivindicando la “validez y efectividad” de las normas jurídicas, fortaleciendo los valores éticos de responsabilidad política, empresarial y social. Es que recién cuando veamos que el sistema jurídico es capaz de amenazar al Poder, los ciudadanos sentiremos cómo el propio sistema legal funciona.
Como buenos hijos del rigor, después de ver cómo el peso de la ley recae sobre nuestra dirigencia política y económica, empezaremos a ser conscientes de que con cada acto que vaya en contra de las normas positivas, no sólo profundizamos la crisis social, sino que perdemos desde fondos públicos hasta posibilidades de desarrollo sostenido. Será recién ahí, cuando nos alejemos verdaderamente de aquel “estado carente de normas”, para terminar para siempre con la “anomia” vigente y dar un salto cualitativo en la consolidación de la República y la Democracia.
[1] Fernando Martínez Paz, Introducción al derecho (2º edición actualizada, reestructurada y revisada). Editorial Ábaco de Rodolfo Depalma 2005.
[2] Emil Durkheim, De la division du travail social, Alcan, Paris, 1911.